El pasado diciembre hubo en Iwetel un pequeño debate sobre la necesidad o no del silencio en las bibliotecas, y de los instrumentos para imponerlo. Rescato algunas frases sin citar al autor ¿vale?:
"Se permite hablar para estudiar, pero en un tono de voz que no moleste a los demás. No se permite hablar de pelis, zapatos, coches, fútbol, la nena o el nene de mi urbanización que está cañón... Cuando el murmullo prentede alcanzar un nivel de "pandemonium", utilizamos un método de llamada gradual de atención: primero, el spray (CHISSSSSSS), luego los avisos como en el futbol (qué gracia, también lo usan otros colegas) que consisten en amonestación verbal (nos acercamos a la mesa, nos ponemos cerquita del infractor reincidente, y le decimos bajito "si sigues así, te vas a tener que ir, al bar como muy cerca"), luego la tarjeta amarilla (nos volvemos a acercar, con cara de pocos amigos, y bajito otra vez "a la próxima te piras"), y tarjeta roja (muchas veces no lo decimos en bajito, sino que ya la crispación nos invade y halaaaaaaa). Mi compañera, en vez del spray, utiliza la "mirada asesina personalizada por encima del mostrador", y ya sabe el menda lo que hay. En casi todas las ocasiones, basta con el primer paso (spray o mirada)".
Me encanta. En serio. Lo de la mirada asesina me recuerda a mis queridas "Maruja's Corner" (más que un consorcio, un lobby bibliotecario).
En la otra mano, hoy he leído en el Chicago Sun-Times esto otro (los subrayados son míos):
No talking! That means you!
Mrs. Beers is long dead. But she haunts me still. She was the librarian at my high school, and a more sour-faced woman cannot be imagined. Mrs. Beers hated me, hated my rather, um, casual approach toward library rules, particularly those involving talking. To this day, if I raise my voice above a whisper in a library, I can almost feel her creeping up behind me to dig those fingernails into my shoulder.
Since then I have had a mixed experience with librarians. I've met good ones, librarians who got so excited about what I was working on that they continued to send materials related to my research, unbidden (I believe I fell in love, in a chaste, academic kind of way, with a librarian at the John F. Kennedy Library in Boston. She was so ... damn ... helpful).
And librarians of the other sort. Librarians to whom I had to explain inter-library loan as though it were an unfamiliar concept, and then bully them to let me use it. Librarians who could look down at my darling boys, eagerly pushing their books across the counter, with dull gazes of bovine indifference. Who seem to view their primary purpose as to keep you from getting your filthy hands on their books.
That second kind of librarian, sadly, seems in the majority. Thus it is unsettling to learn, via the Daily Southtown, that the Crestwood Library Board has issued themselves police badges, complete with official-looking leather holders, for purposes they will not reveal but we can imagine: to further browbeat, hector, harangue and intimidate those of us compelled to use their services.
I would think spending my days among books would be glorious. But like the blind eunuchs guarding harems, they are indifferent to the wonders in their care. Badges are the last things they need.
Bueno, pues esos son los dos textos para enfrentar. Me gusta más el de Iwetel, pero es porque está escrito por un bibliotecario y yo soy bibliotecario, y de los que mandan callar, o hablár más bajo, o al menos dejar de gritar. Pero me llama la atención la inquina con que el periodista americano recuerda a la pobre señora de la biblioteca de su instituto, y que encima nos diga que la mayoría de los bibliotecarios son como ella (o como él recuerda que era ella). ¡Señores, señoras, seriedad! Ejemplos de caras más amables los tenemos extraordinariamente ilustrados en este blog, sin falsa modestia; y en cuanto a las bibliotecarias de instituto, mejor les iría si hicieran como nosotros: no tengan bibliotecas de instituto.
Vale.
Hace un tiempo me encargaron diseñar algunos carteles para la campaña de silencio, y aunque no los voy a colgar aquí todavía, me apetece, por volver a nuestros fueros de "La imagen social del bibliotecario", mostraros algunas de las imágenes que encontré en la red sobre el mandar callar: algunas son de enfermeras, casi ninguna es de bibliotecarios ni de bibliotecarias ¡lastima!, pero muchas tienen ese toque glamouroso retro ye-yé que habréis notado tanto me gusta.
Ahí va una ristra:
Me recuerda a un cartel antiguo que colgaban en todos los centros de salud de una enfermera reclamando silencio. Cómo me ponía aquella enfermera. Y ello a pesar de mi corta edad.
ResponderEliminarVos te hiciste bibliotecario buscando esa imagen perdida de tu infancia, ché, que quedó en tu subconsciente y te ordenó buscar a esa mujer mandando callar.
ResponderEliminarEn la biblioteca de la escuela primaria de mi pueblo nunca había nadie, a veces ni la bibliotecaria, por lo que no era necesario mandar callar a nadie. Eso sí, recuerdo su peinado muy retro con crepé y alturas aeorostáticas. Después, no había bibliotecaria sino bibliotecario y nos debían mandar callar a nosotros por lo mucho que platicábamos, lo más bajo que pudiéramos, de los libros que leíamos. En la universidad yo era a veces quien mandaba callar a los compañeros que no dejaban concentrarse en los avatares de la lógica difusa o de las teorías de la inducción o en los vericuetos de la teoría de las descripciones definidas... Pero, será manía mexicana, en todas había unos letrerotes sencillos:
ResponderEliminarSILENCIO
pedían grandes y en letras rojas y, las más de las veces, silencio obtenían.