Era de noche y sin embargo llovía. Nuestra joven amiga tomó entre las manos, a tientas, su despertador y lo estrelló contra la pared, como cada mañana. Y como cada mañana también, se levantó de la cama renegando de su condición de madrugadora. ¿He dicho que se levantó? No amigos, lo que hizo fue intentar levantarse, pero no pudo: sus pies no le llegaban al suelo estando ella sentada en la cama. Se quitó las gafas para pellizcarse los ojos y comprobar que no estaba soñando, y entonces averiguó que se había convertido en...
Asumido que hubo su nueva condición, y siendo como era una bibliotecaria culta y leída, se acordó de inmediato de Gregorio Samsa (el protagonista de La metamorfosis de Kafka, que amaneció convertido en una cucaracha) y se dijo "¡Pues ahí me las den todas! Prefiero ser una bibliotecaria menguante que un oficinista cucaracha". Y no le faltaba razón a la muchacha, para qué nos vamos a engañar.
Y se dijo para sí misma: "Total, para lo que está una, todo el día sellando y tejuelando, registrando y recepcionando, detrás de una mesa en la que ni se me ven las piernecillas; si llego antes que las chicas de Proceso Técnico pues ni se entera nadie..."
De modo que nuestra joven amiga se vistió aceleradamente, no desayunó, y salió hacia el trabajo andando a buen paso. Habitualmente viajaba en bicicleta por las calles de su pequeña y tranquila ciudad de provincias, pero lo menguado de su talla circunstancialmente se lo restringía. "¿Circunstancialmente?" pensó ella. "Sí, circunstancialmente", y suspiró.
Cuando llegó a la Biblioteca y se fue a sentar en su puesto de siempre en Proceso Técnico, se encontró ¡horreur! con que se le habían adelantado. Esa cotilla de rubia teñida, esa advenediza de los vestidos primaverales, se había adelantado a nuestra joven amiga y había empezado, como si tal cosa, venga de registrar y precatalogar, venga de sellar y tejuelar, venga de recepcionar y aperturizar.
Pero no la había visto ni por el rabillo del ojo con la raya mal pintá que llevaba la rubia teñida, de modo que nuestra joven amiga pudo pararse a pensar un momento, a ver qué hacía. Se acordó, nunca viene mal, que había leído por ahí, en una bitácora desmelenada, que Bat-Girl era bibliotecaria en su vida privada, y que entre sus habilidades de superheroína se encontraba la sagacidad (propia, por otra parte, de las bibliotecarias comme il faut). Y se dijo: "Piensa algo, mujer". Claro, ya no se trataba sólo de espantar a la rubia teñida, sino que había algo más en el ambiente. ¿Por qué la rubia teñida había madrugado tanto ESA MAÑANA? Siempre llegaba pasadas las diez, quejándose de lo difícil que estaba aparcar. ¿Y por qué se había sentado PRECISAMENTE AHÍ? Si siempre se dedicaba, al llegar, a dar vueltecitas exhibiéndose como una luciérnaga. Había gato pardo encerrado...
Nuestra joven amiga, la increíble bibliotecaria menguante, urdió un plan. Para espantar a la horrible rubia teñida - que empezaba a perfilarse como la malvada villana de esta historia, el lector avezado lo habrá detectado ya- pensó en las moscas. Sí, las moscas (se acordó de Sartre, ella tan leída). Tomó del Laboratorio de Preservación y Conservación un frasco que, había visto el pasado viernes, contenía un cultivo de insectos bibliófagos con los que se quería experimentar un nuevo producto para salvar el fondo antiguo de la Biblioteca. Se acercó con sigilo a Proceso Técnico, y desde detrás de una columna de repertorios bibliográficos destapó el frasco de las moscas y las encaminó -el olor a pachulí del perfume de la rubia teñida habría sido suficiente- hacia la cabeza de la villana malvada de la raya mal pintada.
Pero ¡alas! ¿qué hizo la villana malvada del florido vestido? No bien las moscas se aproximaron a su mesa, repleta de libros por recepcionar, la muy guarra agarró un gordo mamotreto y con rara habilidad e inusitada fuerza -propia de las villanas malvadas- estampó el libro abierto contra el inocente ejército de bibliófagas, que concluyó así su breve existencia bibliotecaria, convertidas en manchas sobre el texto.
De modo que nuestra joven amiga se encontró compuesta y sin moscas. La horrible rubia teñida la había visto por el rabillo del ojo con la raya mal pintá. Se acercaba la hora de abrir la biblioteca. Se encendieron las luces. ¿Qué hacer? (se acordó de Lenin, ella tan leída). Tenía que esconderse, esto se trataba de algo serio. Se arrastró por debajo de las mesas -bueno, no se arrastró, porque estaba ya tan menguada la bibliotecaria que cabía de pie por debajo de las mesas- hacia el Fondo Antiguo, donde había recovecos donde podría pararse a pensar en la situación. Se llegó hasta la zona de los Digestos de Justiniano y se econtró ¡re-horreur! con el cadáver, aún caliente, de la chica del chándal.
La chica del chándal era una usuaria encantadora, que siempre llegaba en deshabillé sportif a la Biblioteca -de ahí su nombre- y escribía una tesis sobre ciertas erratas en el Digesto de Justiniano en la transcripción de Dom Ursicino. Se llevaba bien con nuestra joven amiga, la increíble bibliotecaria menguante, que siempre hizo lo posible por extenderle los privilegios del préstamo cuando se lo pidió, para eso era una chica amable. Y allí yacía, sobre sus anotaciones en latín, la mano derecha con la lupa-detectora-de-erratas-marca-ACME, y con la cadena de las gafas aferrada a la mano izquierda...
¡Gafas! ¡Si la chica del chándal no usaba gafas! Esto era un enigma que empezaba a dejar algunas pistas. El cadáver aún caliente, en la Biblioteca sólo la chica del chándal y la malvada villana rubia teñida, la víctima con las gafas arrancadas al asesino -o asesina- en un último gesto de aprehensión, la bibliotecaria venga a menguar, y en esto que se oye un taconeo que se aproxima a l Fondo Antiguo despacio, muy despacio...
Asumido que hubo su nueva condición, y siendo como era una bibliotecaria culta y leída, se acordó de inmediato de Gregorio Samsa (el protagonista de La metamorfosis de Kafka, que amaneció convertido en una cucaracha) y se dijo "¡Pues ahí me las den todas! Prefiero ser una bibliotecaria menguante que un oficinista cucaracha". Y no le faltaba razón a la muchacha, para qué nos vamos a engañar.
Y se dijo para sí misma: "Total, para lo que está una, todo el día sellando y tejuelando, registrando y recepcionando, detrás de una mesa en la que ni se me ven las piernecillas; si llego antes que las chicas de Proceso Técnico pues ni se entera nadie..."
De modo que nuestra joven amiga se vistió aceleradamente, no desayunó, y salió hacia el trabajo andando a buen paso. Habitualmente viajaba en bicicleta por las calles de su pequeña y tranquila ciudad de provincias, pero lo menguado de su talla circunstancialmente se lo restringía. "¿Circunstancialmente?" pensó ella. "Sí, circunstancialmente", y suspiró.
Cuando llegó a la Biblioteca y se fue a sentar en su puesto de siempre en Proceso Técnico, se encontró ¡horreur! con que se le habían adelantado. Esa cotilla de rubia teñida, esa advenediza de los vestidos primaverales, se había adelantado a nuestra joven amiga y había empezado, como si tal cosa, venga de registrar y precatalogar, venga de sellar y tejuelar, venga de recepcionar y aperturizar.
Pero no la había visto ni por el rabillo del ojo con la raya mal pintá que llevaba la rubia teñida, de modo que nuestra joven amiga pudo pararse a pensar un momento, a ver qué hacía. Se acordó, nunca viene mal, que había leído por ahí, en una bitácora desmelenada, que Bat-Girl era bibliotecaria en su vida privada, y que entre sus habilidades de superheroína se encontraba la sagacidad (propia, por otra parte, de las bibliotecarias comme il faut). Y se dijo: "Piensa algo, mujer". Claro, ya no se trataba sólo de espantar a la rubia teñida, sino que había algo más en el ambiente. ¿Por qué la rubia teñida había madrugado tanto ESA MAÑANA? Siempre llegaba pasadas las diez, quejándose de lo difícil que estaba aparcar. ¿Y por qué se había sentado PRECISAMENTE AHÍ? Si siempre se dedicaba, al llegar, a dar vueltecitas exhibiéndose como una luciérnaga. Había gato pardo encerrado...
Nuestra joven amiga, la increíble bibliotecaria menguante, urdió un plan. Para espantar a la horrible rubia teñida - que empezaba a perfilarse como la malvada villana de esta historia, el lector avezado lo habrá detectado ya- pensó en las moscas. Sí, las moscas (se acordó de Sartre, ella tan leída). Tomó del Laboratorio de Preservación y Conservación un frasco que, había visto el pasado viernes, contenía un cultivo de insectos bibliófagos con los que se quería experimentar un nuevo producto para salvar el fondo antiguo de la Biblioteca. Se acercó con sigilo a Proceso Técnico, y desde detrás de una columna de repertorios bibliográficos destapó el frasco de las moscas y las encaminó -el olor a pachulí del perfume de la rubia teñida habría sido suficiente- hacia la cabeza de la villana malvada de la raya mal pintada.
Pero ¡alas! ¿qué hizo la villana malvada del florido vestido? No bien las moscas se aproximaron a su mesa, repleta de libros por recepcionar, la muy guarra agarró un gordo mamotreto y con rara habilidad e inusitada fuerza -propia de las villanas malvadas- estampó el libro abierto contra el inocente ejército de bibliófagas, que concluyó así su breve existencia bibliotecaria, convertidas en manchas sobre el texto.
De modo que nuestra joven amiga se encontró compuesta y sin moscas. La horrible rubia teñida la había visto por el rabillo del ojo con la raya mal pintá. Se acercaba la hora de abrir la biblioteca. Se encendieron las luces. ¿Qué hacer? (se acordó de Lenin, ella tan leída). Tenía que esconderse, esto se trataba de algo serio. Se arrastró por debajo de las mesas -bueno, no se arrastró, porque estaba ya tan menguada la bibliotecaria que cabía de pie por debajo de las mesas- hacia el Fondo Antiguo, donde había recovecos donde podría pararse a pensar en la situación. Se llegó hasta la zona de los Digestos de Justiniano y se econtró ¡re-horreur! con el cadáver, aún caliente, de la chica del chándal.
La chica del chándal era una usuaria encantadora, que siempre llegaba en deshabillé sportif a la Biblioteca -de ahí su nombre- y escribía una tesis sobre ciertas erratas en el Digesto de Justiniano en la transcripción de Dom Ursicino. Se llevaba bien con nuestra joven amiga, la increíble bibliotecaria menguante, que siempre hizo lo posible por extenderle los privilegios del préstamo cuando se lo pidió, para eso era una chica amable. Y allí yacía, sobre sus anotaciones en latín, la mano derecha con la lupa-detectora-de-erratas-marca-ACME, y con la cadena de las gafas aferrada a la mano izquierda...
¡Gafas! ¡Si la chica del chándal no usaba gafas! Esto era un enigma que empezaba a dejar algunas pistas. El cadáver aún caliente, en la Biblioteca sólo la chica del chándal y la malvada villana rubia teñida, la víctima con las gafas arrancadas al asesino -o asesina- en un último gesto de aprehensión, la bibliotecaria venga a menguar, y en esto que se oye un taconeo que se aproxima a l Fondo Antiguo despacio, muy despacio...
(to be continued)
vivir para ver y leer...
ResponderEliminarGenial! Ya tengo ganas de saber como continua la historia!!!
ResponderEliminarSaludetes! ;)
Estupendo!!!!
ResponderEliminarQué intiga!! ¿Qué ocurrirá con la bibliotecaria menguante?
Deseando estoy saberlo :D
Ya me enganché.Continuaa
ResponderEliminarsólo con el título del blog ya me entraron ganas de leerlo XD
ResponderEliminarYa sabía yo que era un acierto poner en tus manos la foto de las moscas espachurradas. Sólo tu podías dar una explicación ¿racional? a semejante cochinada. Pero ¿QUIËN es el asesino?
ResponderEliminarNo viviré hasta que continúe esta historia...
Dadme un poco de tiempo, chicos, que acabo de volver de unas inmerecidas vacaciones y aún la materia gris no se me ha puesto en marcha (he reiniciado ya tres veces esta mañana). A ver si mañana vuelve nuestra joven amiga...
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